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21 dic 2009
LA CASA DEL LABRADOR
Fue edificada como regio pabellón campestre por el arquitecto neoclásico Juan de Villanueva y por su discípulo Isidoro González Velázquez, entre 1794 y 1804, por orden de Carlos IV. Atesora en su interior las más exquisitas ornamentaciones que imaginar quepa: bóvedas al temple, lámparas cristalinas, colgaduras de seda, lienzos, relojes, bronces, mármoles y soleras de porcelana del Buen Retiro. Todo resultó muy dañado por las riadas del Tajo en 1916 y 1924.
Con dos plantas, su fachada de ladrillo y piedra de ventanas con fraileros castaños se ve jalonada, a la manera romana, por 20 bustos marmóreos. Sobre machones, escoltan media docena de estatuas de personajes mitológicos. Desde sus hornacinas, parecen saludar al visitante, que penetra a la planta noble por una escalera de peldaños aromados por el limoncillo y la caoba; la escala sube flanqueada por alabastros y estucos, cuya riqueza provoca un gozoso impacto sensorial que no le abandonará.
La mirada se eleva luego hacia las bóvedas, donde se evocan relatos estacionales, mitológicos y campesinos. Glosan la vida rural y la bondad de las artes, invariantes de la iconografía que acompaña la decoración del palacete: Zacarías González Velázquez, Luis Japelli y Mariano Salvador Maella figuran entre quienes pintaron al temple y sobre lienzo esas bóvedas. De ellas penden excelsas lámparas de La Granja, desde cuyos lagrimones destella, caprichoso, el arco iris.
Las paredes se ven forradas de colgaduras en seda de telares de Valencia y de Lyón, como los de Camille Pernon, el mejor sedero de su época, a juicio de Pilar Benito, conservadora de Patrimonio Nacional. "El Salón Este de la Casa Blanca, en Washington, está vestido con cortinas confeccionadas con sedas muy semejantes a las que decoran el Salón de Baile de la Casita del Labrador", dice.
Aquí, una sinfonía de delicados textiles, gracias a su mimosa restauración, ha conservado inextinguida su belleza. Todo muestra la magnificencia de un gran relojero llamado Carlos IV, tan sublime en su gusto ornamental como incompetente en política. El palacete exhibe un reloj por el que pagó 1.650.000 reales de vellón: la piratería británica, entonces, había remitido en el Atlántico. Alfombras de Livinio Stuyck; dorados de José Chèrou; diseños de Jean Dugourc; bronces de Urquiza... Todo invita al gozo de los sentidos en este palacete de Aranjuez, entre frescos jardines y a sólo un latido del caudaloso Tajo.
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