Etnografías y oficios del pasado Organización y costumbres de los Gancheros en el Alto Tajo (Las maderas en su embarque por Peralejos de las Truchas pasando por Taravilla y Poveda del Señorío de Molina)
El Alto Tajo es una cosa muy seria, mi querido amigo y compañero, me decía más de una vez el admirado maestro Víctor de la Serna. Así es, en efecto. Lo tenemos acuñado en docenas de libros y ensayos.
Hoy nos vamos a ocupar de una parcela cuya memoria se va perdiendo con los avances de la industrialización y del transporte viario. Merece la pena dejar constancia de ello, cuyo último reflejo literario tuvo lugar en la novela de José Luis Sampedro «El río que nos lleva». Aparte de la fábula, está bordada sobre el cañamazo de los gancheros, con topónimos y aspectos topográficos de la zona molinesa, con gran fantasía. La escribió en 1944.
La ambientación nuestra es espléndida en montañas, cortes geológicos, rochas y panoramas de sorprendente y áspera belleza forestal, bosques de pinos albares y negrales, con manchones de carrascas y sabinares. Luego la flora baja de enebros olorosos, espinos con majuelas, endrinos, avellanares silvestres, tilos; entre las mimbreras, los chopos, las mellomas, las chaparras rastreras, los aliagares, los bojes y los escambrones. Un paraíso para los geólogos y los botánicos. Por allí afluyen los tres primeros hijuelos del padre Tajo: el Hoz-Seca, llamado Oceseca por los naturales; el Cabrilla, por lo que salta y trisca, y el antaño cangrejero Gallo, que pasa por la ciudad de Molina por debajo de un puente romano y cruza por el famoso barranco de la Hoz, con su renombrado santuario, para juntarse al Tajo debajo de Poveda de la Sierra en Zaorejas.
Pero ciñámonos al tema etnográfico de los viejos oficios, como el de la vida tremenda de los gancheros del Alto Tajo, que estudiamos de cerca en nuestros años mozos, cuando éramos chavales y en el mes de febrero se echaban las vigas al río en el término de Peralejos de las Truchas. Los pinos cortados en los umbrosos pinares de El Brezal, Belvalle, las Muelas de Utiel y de Ribagorda, arrastrados por yuntas de mulos especializados y carreteros expertos, se habían puesto a secar durante meses en cambras a orilla de la corriente. La corta de pinos se efectuaba a comienzos del invierno.
El embarque por los gancheros se hacía por el mes de febrero, cuando los cuatro ríos citados, con los deshielos y las lluvias que habían derretido la nieve acrecían el caudal, haciendo viable desde las fuentes de origen la conducción de la viguería o maderada desde el término inicial de Peralejos de las Truchas. Como acabamos de decir, allí se echaban al agua las vigas en cambras sabiamente dispuestas en las riberas, cruzados en tandas los pinos pelados que ya habían perdido peso con las intensas heladas de la zona. Es decir, que entonces estaban en las mejores condiciones para ser arrastrados los troncos con la ayuda de los gancheros. La temporada de conducción duraba desde el Alto Tajo hasta el mes de agosto en que se solía desembarcar la maderada en Aranjuez. Esta industria de entonces era muy saneada en la región y el nomadismo de los gancheros, como vamos a ver en seguida con su vida y costumbres, duro y pintoresco. Todo ello pertenece ya al pasado.
Por ser el autor nacido en aquella comarca de las Sexmas de la Sierra y del Sabinar en el Señorío de Molina, conoció desde niño y adolescente estos aspectos etnográficos de unas gentes, los gancheros, que para ejercer su oficio se desplazaban hasta Peralejos de las Truchas desde las provincias de Cuenca, Valencia, Murcia y Jaén especialmente. Con curiosidad los observamos, con atención siempre, en cuanto se relacionaba con su destreza, organización y costumbres.
Los «madereros», nombre genérico que se daba y se da a todos los que en conjunto tomaban parte en dicha industria, desde los empresarios que compraban montes en las subastas, hasta los responsables de maderas ya depositadas en seco y dispuestas para la venta, se dividían en varios grupos o gremios. Los especuladores de entonces, como los de ahora, no tienen interés para nuestro trabajo, porque siempre y en todas partes son lo mismo, aunque los medios técnicos e industriales cambien en el discurrir del tiempo.
Atengámonos, pues, con detalle a la geografía social y humana de los gancheros del Alto Tajo. Tomaban el nombre del gancho y lanza que al final de una sólida vara de unos dos metros de longitud, les servía de instrumento primordial para su trabajo.
Las maderadas del tiempo a que me refiero, 1914 a 1926, que siguieron en años sucesivos hasta la mecanización de esta industria en el ayer más cercano, constaban de 10.000 a 100.000 piezas o vigas, empleándose en su conducción hasta mil hombres. Acudían a engancharse -nunca mejor empleada la expresión- de muchos lugares de España, como hemos dicho.
Los que conocimos procedían del conquense partido judicial de Priego, de la andaluza población de Beas de Segura, de la murciana Yecla y de la valenciana Chelva. Hasta el punto que por los lugares de paso de la maderada, se cantaban coplas, como la que recordamos, que servían en las rondas molinesas para todos los pueblos citados:
«Gancherillos, gancherillos,
echad los ganchos al río,
que las mujeres de Chelva
ya tienen otros maridos.»
Aludían así a las largas temporadas en que dejaban abandonadas a sus novias y esposas los gancheros, con la pugna sempiterna entre nómadas y sedentarios.
La organización de los gancheros era casi militar y armados con sus varaganchos, terminados en lanza con un hierro curvo, tenían un indudable aspecto de antiguos guerreros. La vestimenta también era uniforme, sombreros negros de ala ancha, blusas oscuras, fajas de lana, calzoncillos largos listados y amarilla esparteña, de gran duración en el agua y que se adhería fácilmente a los maderos.
En todos mandaba, como responsable, el llamado Jefe del Río, especie de capitán general de las maderadas. Los gancheros, constituyendo una especie de tropa disciplinada, se ordenaban de diez en diez. Cada grupo de éstos formaba una cuadrilla llamada compaña, a la que estaban agregados un ranchero y un guisandero. A estos doce hombres, más los broceros auxiliares agregados para encauzar la corriente en cada tramo cuando era preciso, los mandaba un cuadrillero, jefe y técnico de la compañía.
Por cada cinco compañas existía un mayoral, al que estaban subordinados los cuadrilleros. Los mayorales se reunían con el Jefe del Río, formando un a modo de Estado Mayor responsable de la conducción, que ordenaba cuanto debía hacerse, organizándose cuando era necesario el Tribunal para juzgar las desavenencias o disputas personales del gremio in situ.
Disponían también de una intendencia, enorme almacén nómada, traslaticio estratégicamente, que iba siguiendo el curso de la maderada, siempre situado en un lugar -casa campestre o forestal, herrería, molino o albergue pecuario, hasta en grandes cavernas como la llamada de Ruy-Gómez o de la Misa, por su aspecto y dimensiones de catedral geológica, cuando no había en el trayecto nada más" adaptable, como podían ser una fábrica hidráulica o un poblado, por reducido que fuera- siempre equidistante del sitio en que pernoctaban las diversas cuadrillas del clan gancheril.
Este almacén se llamaba la Gran Tienda y solía tener acceso para los vehículos abastecedores, generalmente carros de pértiga; cuando menos, para las reatas mulares de los arrieros. En ella, centro comercial ambulante, había de todo cuanto podían precisar los gancheros: alimentos, bebidas, ropas, herramientas, material para la correspondencia, botica, incluso disponían de un practicante para las curas de urgencia y del material más preciso. En general, se servían de la asistencia de los médicos rurales de los pueblos por donde pasaban: Peralejos, Checa, Traid, Pinilla, Terzaga, Taravilla y Poveda de la Sierra.
Todo esto lo organizaba y pagaba la empresa explotadora, dándoles al fiado a los gancheros cuanto necesitaban, anotándolo en una tarja o cartilla individual, restándoselo de la paga cada quincena.
El guisandero tenía la obligación de ir a recoger el rancho diario de la cuadrilla o compaña a la Gran Tienda, transportando sus elementos hasta el campamento de su grupo, llevándolo a hombros por senderos alpinos. En el refugio provisional siempre estaba vigilante el ranchero, que cuidaba de la indumentaria y provisión de leña, por allí abundante, alimentando la lumbre en que cocían o freían los guisos elementales por el día. y por la noche, se encargaba del fuego, para que los durmientes pudieran descansar en clima tan inclemente, de escarchas y nevazos.
El jornal de los gancheros en 1915, de los obreros rasos, era de dos pesetas cincuenta céntimos al día, más un pan de tres libras, dos o tres onzas de aceite, un cuartillo de vino por cabeza, todo lo cual se comprometía el empresario por escrito a facilitarlo hasta el desembarque de la madera en Aranjuez, ya al borde del ferrocarril y de las carreteras.
Se admitían en tales trabajos de conducción fluvial hasta niños de pocos años, por la única razón de acompañar a sus padres o hermanos, para que fueran aprendiendo el oficio. Tenían derecho por ello al estipendio completo de la intendencia, más una peseta diaria que les abonaban en caja. Se les empleaba en cuidar de los hatos en la ranchería. Así ayudaban a sus familias. De todas maneras, aunque se ofrecían voluntariamente y gozosos de ir con sus mayores, era tremendo el tenerlos que admitir, pues en las primeras semanas tenían que pasar los gancheros fríos terribles en las altas serranías cubiertas de nieve, durmiendo en cavernas y ceñajos de las rochas, sin más lecho que unas retamas junto a la lumbre.
Porque los mayores trabajos los pasaban los gancheros en la parte alta del río Tajo, donde la corriente lleva habitualmente en febrero poco caudal acuífero, sin contar con lo accidentado y montuoso del terreno, desfilando entre rocas, por angostos recodos y pequeñas cascadas, lo que les obligaba a tenerse que convertir en improvisados ingenieros. Eran habilísimos en la construcción de canales con traviesas y broza, por los que se deslizaban las vigas enormes.
Hemos aludido, que al comenzar la maderada a cada ganchero se le daba su Cartilla de Enganche, con un donativo previo por incentivo. En ella se iban anotando luego los ingresos y gastos de cada uno.
Cada compaña o cuadrilla tenía su ropero, el cual iba y venía, llevando la ropa sucia y la correspondencia, trayendo la limpia y las noticias familiares en zurrones o talegos con el nombre de cada uno, desde el sitio de trabajo a los lugares de donde eran originarios, aparte de las chucherías que les mandaba la familia en ocasiones. Estos recaderos y correos les llevaban también la parte de soldada que ahorraban a sus deudos.
Como la maderada ocupaba muchos kilómetros de río, para comunicar con rapidez las órdenes y noticias de la misma, usaban de un curioso telégrafo de señales, que de cuadrilla a cuadrilla se transmitía con celeridad insospechada, valiéndose simplemente de los signos que hacían con las manos, el gancho y el sombrero. Era un sistema de comunicaciones previamente establecido.
En cuanto pasaban las hoces y cascadas, los tormagales que dividían la corriente, obstáculos del triángulo geográfico e hidrográfico molinés, como la llamada entonces presa del Tío Plácido y la Herrería debajo del puente del Martinete, término de Peralejos de las Truchas, que siempre ocasionaban alguna víctima mortal y varios accidentes inevitables dado el peligro que siempre suponía el arreglo y paso fluvial por aquel trozo, todo era, como los mismos gancheros decían, «coser y cantar». La maderada se deslizaba sola por las tablas o mansas corrientes, acrecidas sin cesar por los riachuelos y arroyos afluyentes, que apenas necesitaban la ayuda de los gancheros, montados cómodamente éstos sobre las vigas. El río hacía todo lo demás, limitándose los hombres a guiar los maderos.
Efectivamente, pasado el primer mes de fríos y trabajos, el padre Tajo, acrecido con las aguas de sus hijos el Oceseca, el Cabrilla y el Gallo, los compensaba hasta Aranjuez.
Hay que anotar que la vida de los gancheros era dura, pues de tantos riesgos y fatigas solían algunos enfermar, especialmente de reumatismo y tercianas, por exceso de la humedad constante y del clima crudo del Alto Tajo en los inviernos, a que se veían sometidos durante la temporada.
Los mayores peligros los pasaban en las riadas, cuando el río se volvía loco con las tormentas, entrecruzando las vigas en su dirección normal, siendo el riesgo tremendo para restablecer el orden de conducción maderera.
No tenían estos hombres más fiesta que la del Corpus Christi, que celebraban en los pueblos y aldeas más próximos a su tarea, originándose algunas trifulcas con los mozos nativos por cuestión de copas y bailoteo; pero sin que «nunca llegara la sangre al río». Esta es la verdad.
Costumbres de una etnografía ya en desuso, que anotamos para constancia y conocimiento de las nuevas generaciones. Merecía la pena el escribirlo.
Artículo escrito por D. José Sanz y Díaz para la Revista de Folklore (Fundación Jimenez Díaz y Caja España) http://www.funjdiaz.net
José Sanz y Díaz
Escritor. Poeta. Ensayista.
Crítico. Historiador. Filólogo.
Nació en Peralejos de las Truchas (Guadalajara) en 1907,
y murió en Madrid en 1988.
Espero que con la lectura de este artículo, comprendais mejor el gran esfuerzo y sacrificio que significó para aquellas gentes el transporte de las maderas con las que se han construído la mayoría de los edificios antíguos de nuestro pueblo, pues sin ellos, quizá Aranjuez no sería hoy en día lo que es.
Visitar también la página http://www.gancherosdelaltotajo.com/losgancheros.html
Foto: http://www.gancherosdelaltotajo.com/losgancheros.html
1 comentario:
Fantástico relato, pues si muchos desconocemos de aquellos tremendos esfuerzos de los hombres para ganarse el pan, creo que se debería ilustrar las personas desde niños con ejemplos de la vida anterior para que aprendiésemos todos a valorar lo que tenemos y a respetarlo, ¡¡madre mía!! cuanto trabajo y esfuerzo en la vida de tantos hombres.
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