Charles Rouvray, duque de Saint Simon, es sus narraciones sobre el viaje que realiza en España a la Corte de Felipe V, nos cuenta su asombro cuando, en Aranjuez, vio cómo un criado, subido sobre una especie de vela de madera con una puerta, se puso a silbar y al momento «la pequeña plaza se llenó de jabalíes y de jabalinas de todos los tamaños entre los que había varios muy grandes y de un grosor extraordinario. Ese criado les arrojó mucho grano en distintas ocasiones, que esos animales comieron con gran voracidad, a menudo gruñendo, y los más fuertes se hacían ceder el sitio por los otros, y los jabalíes más jóvenes, retirados a los bordes, no osaban aproximarse hasta que los más grandes se hubieran hartado».
Esta cercanía de las bestias, que asombra y divierte al francés, no es sino la permanencia de una costumbre de los Austrias que se mostró también en el palacio del Buen Retiro, donde la Casa de Fieras estaba muy cercana al palacio. Aranjuez no se privó tampoco de su Casa de Fieras, por llamarse así el lugar donde vivían animales traídos de países exóticos. De su existencia, el mismo Saint Simon nos da noticia, aunque esta vez no está junto a la casa real, sino a orillas del Mar de Ontígola, ni tampoco encierra en jaulas a sus inquilinos. A Saint Simon le llamaron la atención los camellos y los búfalos, pero también había cebras, guanacos y un elefante, todos sueltos, sin miedo a que se escaparan de aquella especie de oasis donde vivían felizmente, porque fuera del vergel estaban las arenas áridas -y con un alto grado de salinidad- de las colinas.
Joseph Baretti, que vino a visitarnos ya en el reinado de Carlos III, repite más o menos estas mismas anécdotas. Dice que en España los jabalíes no son tan salvajes como en el resto del mundo, que se han habituado a las gentes y que acuden a determinadas horas a lugares concretos respondiendo a la llamada de sus cuidadores. Cree necesaria esta explicación a la hora de contar cómo, en los plantíos de los árboles pequeños que había entre las grandes avenidas de árboles gigantes, paseaban en libertad «ciervos y jabalíes, junto con innumerables liebres, conejos, faisanes, perdices y numerosas especies de pájaros»
De esas «numerosas especies de pájaros» que Baretti no entra a describir, nos ilustra John Talbot Dillon, el cual, tras el viaje que realizó a Aranjuez en 1778 aseguró que a últimos de abril se oían los trinos del cuco y el ruiseñor, y que él vio abejarucos, oropéndolas, y uno al que llamaban pito, que era morado y del tamaño de un cuco.
Este mismo afán de los reyes por la caza y por la propia presencia de los animales en libertad, favoreció la cría de otros animales, y así en los sotos se encontraban piaras de yeguas para la cría de caballos de montar, y, según asegura Ponz también
Felipe V e Isabel de Farnesio solían salir a cazar a caballo diariamente, después de haber despachado los asuntos de estado y no volvían hasta que se ponía el sol. Igual hacían por su parte el Príncipe de Asturias y sus hermanos pequeños. En el centro del mar de Ontígola, ya en época de los Austrias, se había levantado un pabellón de caza para que Felipe IV pudiera disparar a los animales que se acercaban a la orilla hostigados por los monteros. Y si bien en la época de los Borbones el lago ya no se utilizaba sino para los paseos en las góndolas pequeñas, esta costumbre de cazar desde el agua la adoptó también la nueva dinastía de los Borbones que, a menudo, en los paseos sobre el Tajo en las barcas reales, disparaban también a la orilla, donde los perros y los criados habían acorralado a los bichos. Y en el mismo Ontígola, aquella especie de laguna o embalse cerca del cual se encontraba el cementerio en que se enterraba a los que morían durante su estancia en el Real Sitio, se celebraban también corridas acuáticas enfrentándose los cortesanos a los toros desde las barcas.
Igualmente, la pesca se disfrutaba apaciblemente desde las propias naves pequeñas del lago, para lo que se mantenía permanentemente una abigarrada población de peces en sus aguas. También se pescaba desde las galerías del Tajo, que eran unos pequeños entrantes en el río, construidas ya en época de Felipe III y que procuraban espacios cómodos y agradables, no sólo para pescar, sino simplemente para descansar viendo el correr del agua.